“Por favor”, le dijo, “cuide hasta el último detalle. Sé que usted es hombre de buena fama, y desearía que pusiera especial empeño en esta tarea... Verá, aunque la fortuna me ha permitido llegar a ganarme la vida sin tener que trabajar, fui trabajador durante muchos años, y comprendo que pueda querer dedicar parte de su tiempo a otros pedidos remunerados, si usted me entiende. Por eso, a cambio de su total dedicación, estoy dispuesto a ofrecerle diez veces lo que me ha pedido.” Sólo unos pocos minutos después, y tras apalabrar los últimos detalles, el terrateniente abandonaba el lugar.
Habían pasado varias horas y el viejo alfarero todavía no dejaba de dar vueltas a lo ocurrido. '¡Diez veces el precio habitual!', pensaba. 'Un pedido de este tamaño a diez veces su precio normal... ¡Es más de lo que podría ganar en medio año!'
A partir de ese día, el alfarero se dedicó en cuerpo y alma a la tarea encomendada. Ideaba, creaba, pulía y pintaba. Ensimismado en su trabajo, empeñado en mejorar hasta el último detalle, pasaba horas y horas en su empolvado taller. A medida que el trabajo avanzaba, le gustaba imaginarse cómo esas vasijas y jarrones adornarían la probablemente enorme casona del terrateniente. Veía jarrones sobre mesillas de mármol o encima de la repisa de una chimenea. Imaginaba al opulento dueño de la mansión presumiendo de su adquisición, o quizá preparando alguna vasija como regalo para alguna ocasión especial. Le gustaba la idea de hacer algo bueno, de contribuir con algo bello a la vida de los demás, y la alfarería era lo que él sabía hacer.
Vivía en el pueblo un hombrecillo regordete, ya jubilado, buen amigo del alfarero. Había trabajado en la oficina de correo y mensajería toda su vida, y era buen conocedor de la vida de la región. Un día, casi dos semanas después de que el terrateniente ordenara su pedido, nuestro hombrecillo le hacía una visita al afanoso alfarero. Sin embargo, esta visita no dejaría tan buen recuerdo en el alfarero como solían hacerlo las demás.
En cuanto salió a conversación la identidad del terrateniente, el ex-funcionario de correos no disimuló su asombro: “No eres la clase de persona que yo hubiera dicho que aceptaría algo así”. Desde luego, que el alfarero no se había planteado que hubiera algún problema en aceptar el trato. “¿Qué pega le ves? Fue él mismo quien se ofreció a pagar más, yo únicamente...” ni si quiera pudo acabar la frase. Su amigo, de palabra fácil, relató al alfarero cómo ese terrateniente, que en tanta estima parecía tener, no era más que un excéntrico y presumido rico. Le contó cómo, a pesar de su apariencia noble y su trato educado, había llegado a lo que era mediante estafas e incluso robos. Y le contó cómo uno de sus extraños entretenimientos favoritos consistía en reunir a sus amistades y destrozar, “...¡sólo por la diversión del lujo!...”, normalmente a disparos, objetos de lo más valiosos que él mismo encargaba. “Pero tienes suerte” añadió, “porque paga muy bien. Aunque yo no me esforzaría mucho en retocar...”. El alfarero no respondió. Y ya no hablaron más del asunto.
Sí, era verdad, el pago del trabajo era bueno. Sin embargo, el alfarero no lo dudó; no solo interrumpió el trabajo, sino que las obras que ya tenía acabadas, las regaló a quien sabía que las apreciaría. Alguno quiso pagar algo al viejo, pero ni mucho menos alcanzó una suma comparable a la que habría obtenido con el terrateniente. Pero se sentía feliz. Aunque perdía la oportunidad de comprar una nueva casa..., de vestir uno de esos trajes que le hacen a uno sentir importante...
Tiempo después, en una de esas tertulias que se solían improvisar en la plaza de San Lázaro, (a unas manzanas del taller de nuestro alfarero), como ya era frecuente, el tema se había desviado hasta el famoso pedido del terrateniente. Todos se daban la razón entre sí, y se sentían felices por pensar igual. Nadie decía nada bueno del artesano. Hasta que un hombrecillo regordete, callado hasta entonces, que todos habían visto alguna vez en la ventanilla de correos, estalló: “¡No creo que ninguno aquí tenga tanta suerte como él!” exclamó. “Ni siquiera yo. ¡Todos habríamos preferido el dinero!... ¿Y por qué?” aquí hizo una pequeña pausa. Y continuó, algo más tranquilo: “Porque estamos desesperados. Creemos que ahí encontraremos la felicidad, porque no la encontramos en ningún otro sitio. Él usa el dinero para vivir dignamente, pero lo que le hace feliz, él lo tiene muy claro. Es feliz con su trabajo, y su mayor recompensa es saber que sus vasijas y jarrones están en alguna casa, haciéndole la vida mejor alguien. ¡Y nosotros le tratamos de loco! Quizá sea el más cuerdo de todos nosotros...” Dicho esto, se alejó del lugar.
Todos, sin excepción, se quedaron callados, pensando en lo que acababan de oír. Pero (las personas somos así) no es menos verdad que, apenas un minuto después, ya se oían desde bien lejos las risas y las mofas.
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1 comentario:
Felicitémonos a nuestra manera:
Sólo faltaría que nos vistiéramos victorianamente, para poder aprobar con total orgullo lo más fascinante de todo: el melón con piña...
¿Creéis que este mundo de impresoras y Fabiolas seguirá mucho tiempo acaramelando el caramelo?
Saludos,
Jebi
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